(En esta entrada Moisés Macías Bustos continua la serie sobre Bertrand Russell. Links a las entregas anteriores: Un primer acercamiento a Bertrand Russell (1) y Un primer acercamiento a Bertrand Russell (2))

V) La Teoría de las Descripciones

Como era de esperarse, Russell estaba ansioso de desarrollar una teoría de la denotación alternativa a la que había ofrecido en The Principles of Mathematics, dado que su “sentido robusto de la realidad” le hacía sentir que algo estaba profundamente mal en la teoría de la denotación ahí ofrecida.

Para Russell, a diferencia de lo que había pensado en su primer gran libro, era obvio que la noción de existencia podía tener sólo un significado. En su opinión, debíamos hablar de existencia simpliciter y no tenía el menor sentido hablar de diferentes clases de existencia o existencia al interior de una teoría o relato mas no en la realidad, etcétera. De manera que decir que ‘El actual rey de Francia’ existe en la imaginación, o que Hamlet existe realmente sólo que en la pieza de teatro de Shakespeare, ya no tenía para Russell ningún sentido ni podía ser una respuesta aceptable. Es cierto que su uso de la idea de concepto denotativo le permitía explicar la negación de la existencia de objetos imposibles sin comprometernos con éstos, pero también lo era que él estaba forzado a admitir objetos como ‘Apolo’, de los cuales ciertamente no deseaba decir que existían o que tenían ser. Por otro lado, el uso del famoso concepto denotativo para dar cuenta de expresiones cuantificadas parecía ser bastante artificial, un poco como le ocurría a Frege, quien apuntaba al conjunto vacío cada vez que había que caracterizar la referencia de términos vacuos, como ‘Pegaso’.
La nueva solución de Russell pasó a la historia como la Teoría de las Descripciones. Un resultado fundamental de dicha teoría es la demostración de que todas las expresiones de la forma ‘el tal y tal’ (‘el actual rey de Uganda’, ‘la actual directora de la ONU’, etcétera), que ciertamente parecen estar denotando, es decir, apuntando a un objeto del cual se habla, en realidad no son nombres y, por consiguiente, no denotan nada; esto se hace ver al exhibir su genuina forma lógica, la cual resulta ser claramente diferente a la de la oración gramatical en la que aparece como sujeto.
En general, se tiende a asociar con cada nombre un objeto, que es tanto su significado como su referente o denotación. El problema es que entonces en el caso de expresiones como ‘el actual rey de Babilonia’ tenga uno que admitir que nombran algo, por extraño que sea. Las consecuencias de este punto de vista son catastróficas: oraciones como ‘El autor del Quijote es Cervantes’ parecen afirmar una identidad entre dos nombres pero eso, de acuerdo con la nueva teoría, simplemente no es el caso, puesto que ‘el autor del Quijote’ no es un nombre. La verdadera forma lógica de dicha oración no es una algo como a = b, sino algo que en el simbolismo lógico (del cual hablaremos más abajo) queda expresado así:
$ \exists x [Qx \wedge \forall y (Qy \rightarrow) y=x) \wedge Cx] $
Lo que esto significa es lo siguiente: hay algo y sólo algo que es el autor del Quijote y ese algo es Cervantes. Esto basta para mostrar que no se trata de un enunciado de identidad. La oración no está afirmando que dos nombres son intercambiables salva veritate, como si dijéramos ‘Cervantes = Saavedra’. Lo que se está afirmando es que hay una cosa que es autor del Quijote, que no hay más que una y que tal cosa es Cervantes.

En el célebre artículo en donde presenta por primera vez su teoría, esto es, “On Denoting” (1905) (“Sobre el denotar”), Russell señala que la evaluación de cualquier teoría semántica depende de su capacidad para resolver enigmas. Naturalmente, él está convencido de que su teoría resuelve los enigmas clásicos, los cuales tienen que ver básicamente con nombres vacíos (es decir, nombres que no refieren a nada), con predicación sobre lo inexistente y con los así llamados ‘contextos opacos’. Veamos rápidamente en qué consisten dichos enigmas y qué soluciones ofrece la nueva teoría de Russell.

Supongamos que alguien afirma la proposición El actual rey de Francia es calvo. La pregunta es: ¿es esa proposición verdadera o falsa? Si aceptamos la lógica clásica, entonces estamos comprometidos con la tesis de que toda proposición es verdadera o falsa en virtud de que la ley del tercero excluido (p v ¬ p, donde p puede ser cualquier proposición) es una verdad lógica. Pero si ello es así, entonces o bien la proposición ‘El actual rey de Francia es calvo’ es verdadera o bien es falsa. El problema es que no puede ser verdadera, por la sencilla razón de que en la actualidad no hay reyes en Francia. Eso parecería sugerir que entonces es falsa, pero ello sólo sería posible si el actual rey de Francia perteneciera al conjunto de los objetos que son calvos. Pero eso tampoco es el caso. Por lo tanto, la expresión ‘el actual rey de Francia’ no puede ser ni verdadera ni falsa.

La solución del enredo, de acuerdo con la Teoría de las Descripciones, consiste en revelar la forma lógica de la proposición recurriendo a la noción de cuantificación. Se emplea una lógica que introduce signos para cuantificadores como $ \exists x$…(existe un x tal que..., el cuantificador existencial) y $\forall x$… (para toda x..., el cuantificador universal). Tendríamos, así, que en la notación lógica canónica la oración ‘el actual rey de Francia es calvo’ se traduce como:
$ \exists x [Rx \wedge \forall y (Ry \rightarrow) y=x) \wedge Cx] $
Lo que esto significa es: hay algo que es rey de Francia, cualquier otra cosa que sea rey de Francia es ese algo y ese algo es calvo. Tenemos, pues, varias afirmaciones metidas en una. El cuantificador existencial representa una afirmación de existencia, en tanto que el cuantificador universal acota el número de posibles individuos que sean ‘rey de Francia’ a uno. Así, en el lenguaje natural, la proposición original resulta ser la conjunción de tres proposiciones:
i)algo es rey de Francia, y
ii)es sólo un individuo, y
iii)es calvo.
La teoría, por consiguiente, efectivamente resuelve el problema y muestra que la afirmación es falsa, puesto que se afirma que hay algo que es el actual rey de Francia, y eso no es cierto.
En este punto surge una dificultad curiosa e interesante, conectada con la negación. Ya se vio que si la proposición original es falsa, ello puede deberse a que al menos una de las proposiciones implícitas es falsa. Pero entonces se ve que al decir que el rey de Francia no es calvo podemos querer negar dos cosas: 1) que hay algo (alguien) que es el actual rey de Francia. En ese caso, la negación de la proposición original es verdadera (puesto que no hay tal rey), en tanto que la afirmación es falsa (puesto que afirma que hay un rey de Francia en la actualidad). En cambio, si lo que se quiere negar es que ese algo, sea lo que sea, es calvo, entonces tanto la afirmación como la negación son falsas, puesto que en ambos casos se está afirmando que hay algo que es el actual rey de Francia, sólo que en caso se afirma también que dicho rey es calvo y en el otro se niega que lo sea. Pero lo que todo esto muestra es que la Teoría de las Descripciones es perfectamente congruente con la ley del tercero excluido, puesto que explica por qué tomando la negación de cierta manera, si una proposición p es verdadera, entonces su negación es falsa y por qué ello no es así cuando la negación se toma de otra forma.

Consideremos otro de los enigmas mencionados por Russell para avalar su teoría. Supongamos que hay tal proposición como ‘Hércules era griego’. Si Hércules nunca existió: entonces ¿cómo pudo ser griego y, con mayor razón, cómo dicha proposición puede ser no sólo significativa, sino verdadera? En general, ¿cómo puede hablarse de algo que no existe?
No obstante, a cualquier niño se le podría preguntar (en un examen, por ejemplo) si en la mitología es verdad que Hércules era romano. La respuesta tendría que ser que no lo era, puesto que en la mitología Hércules era griego. Sin embargo, eso muestra que es perfectamente significativo hablar de Hércules, aludir a él, inclusive si no existe, si no hay tal persona. La Teoría de las Descripciones resuelve la dificultad haciendo ver que la expresión ‘Hércules’ no es lógicamente un nombre propio y, por lo tanto, no es una expresión de carácter referencial. La idea es que si se nombra un objeto es porque éste existe y que si podemos sin problemas negar la existencia de un objeto es porque no lo estamos nombrando, sino describiendo. Así, ‘Hércules era griego’ no genera problema alguno si la analizamos como una descripción, señalando que consiste en la conjunción de las proposiciones: hay algo que es Hércules, es único y ese algo era griego.

El tercer enigma que Russell menciona es el siguiente: imaginemos que el rector de la UNAM quiere saber si Platón es el autor de La República. O sea, él quiere saber si la proposición ‘Platón es el autor de La República’ es verdadera. Sin embargo, lo que muy probablemente no le interese saber es si la proposición ‘Platón es Platón’ es verdadera. Ahora bien, dos nombres para un mismo objeto deberían ser intersustituibles salva veritate. Esto quiere decir que podemos sustituir ambos nombres en las proposiciones en que aparecen sin cambio en el valor de verdad de esas proposiciones. Así, si ‘Platón fue el discípulo de Sócrates’ es una proposición verdadera y ‘Platón’ y ‘El autor de la República’ son nombres para un mismo objeto, entonces ‘El autor de La República fue el discípulo de Sócrates’ es una proposición verdadera. Sin embargo no podemos decir que el rector de la UNAM quiere saber si ‘Platón es Platón’, aun si quiere saber si ‘Platón es el autor de la República’. El problema es que parecería que eso es precisamente lo que el rector de la UNAM querría saber. Aquí el problema es provocado por lo que Russell llamó actitudes proposicionales, esto es, expresiones como ‘quería saber’, ‘creía’, ‘piensa’, ‘imagina que’, etcétera. Con la Teoría de las Descripciones ‘Platón es el autor de la República’ se analiza así:
$ \exists x [Px \wedge \forall y (Py \rightarrow) y=x) \wedge Rx] $
Si el rector de la UNAM quiere saber si la expresión cuantificada es verdadera, entonces ciertamente se comprende cómo eso difiere una tautología del tipo a = a. Lo que el rector de la UNAM querría saber es si aquella persona que es el autor de La República es la persona llamada Platón. El enredo lógico-semántico, por lo tanto, se disuelve.

Lo que por diversas razones Russell dirá sobre los nombres propios, como ‘Platón’, es que también son descripciones, es decir, descripciones encubiertas y por lo tanto susceptibles de ser analizadas mediante el uso de cuantificadores, como en los casos vistos más arriba. La situación es la siguiente: Russell consideraba que más allá de un análisis formal a las descripciones definidas, la Teoría de las Descripciones tendría que servir también para explicar la semántica de los nombres propios. Es un hecho que nombres como ‘Apolo’, ‘Hamlet’, ‘Cinco’, aparecen en toda clase de contextos lingüísticos, por lo que se vuelve indispensable dar cuenta de cómo operan, puesto que prima facie parecen comprometernos con entidades de alguna clase. La sugerencia de Russell es que las expresiones que gramaticalmente son nombres no lo son lógicamente. O sea, su funcionamiento lógico no es el de los nombres propios en sentido lógico, ya que si lo fuera entonces estaríamos comprometidos con toda clase de entidades, como Apolo, Teseo, Santa Claus, y demás, de las cuales hablamos y predicamos un sinnúmero de cosas. Lo que hay que entender es que si algo es un nombre y denota un objeto, entonces no podemos decir de ese objeto que no existe. Eso sólo lo podemos hacer por medio de descripciones. Dado que el lenguaje natural funciona perfectamente, es claro que lo difícil es explicar el funcionamiento de sus partes, como los nombres propios. La Teoría de las Descripciones evita los problemas que se le plantean a otras teorías, como los conflictos con la bivalencia de la lógica clásica (es decir, la aceptación de que sólo existen dos valores de verdad: Verdadero y Falso), como ya se vio.

En resumen: para Russell hay expresiones que son nombres genuinos, es decir, que todo su significado se reduce a apuntar a un objeto determinado. A estas expresiones él las bautizó como ‘nombres propios en sentido lógico’. Lo importante aquí es entender que los nombres propios en el sentido de Russell no son los nombres propios de los lenguajes naturales.
Russell consideraba, dando inicio así al debate sobre la vaguedad[1], que el lenguaje natural era vago y ambiguo, por lo que es deseable tener a la mano un instrumental como lo es la lógica matemática para poder ver claramente la estructura profunda o lógica del lenguaje, de manera que se eviten los errores filosóficos usuales por adscribirle a la realidad propiedades de los signos (en esencia Russell sostenía una versión de la teoría lingüística de la vaguedad, es decir, que toda vaguedad está en el lenguaje y no en el mundo).
En esto radica la importancia de la idea de un lenguaje lógicamente perfecto, que es un ideal teórico, si bien totalmente inútil en la vida práctica. Sería útil en la investigación filosófica en tanto en ese lenguaje jamás se correría el riesgo de tener términos vacíos y, por razones ya dadas, no tendría ningún sentido decir de ningún objeto referido por algún término del lenguaje perfecto que existe o que no existe. Estas consideraciones conducen a la pregunta de qué clase de objetos podrían ser los referentes de los nombres propios lógicos. Ya que es indispensable que los nombres propios lógicos tengan referente, que es su significado, y que el usuario del lenguaje sepa esto, los únicos objetos que parecen candidatos plausibles son lo que Russell denominó ‘particulares’, como colores en el campo visual de un sujeto, sonidos, sabores, etc. El sujeto puede, mediante la ostensión, capturar tales objetos, valiéndose por ejemplo de un demostrativo, como ‘esto’.
Así, los referentes de los nombres propios en sentido lógico resultan ser entidades efímeras. La ventaja de esto, sin embargo, es que el sujeto tiene plena certeza de la existencia última de los objetos en cuestión, cosa que nunca puede ser así para objetos más complejos como los planetas o las personas.

[1]
Russell, Bertrand. ‘Vagueness’ in Collected Papers, vol. 9, pp. 147—154. Routledge.


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(En esta entrada Moisés Macías Bustos continua la serie sobre Bertrand Russell. Aquí el link a la primera entrega: Un primer acercamiento a Bertrand Russell (1).)

IV) Proposiciones Russellianas

El rechazo del idealismo hizo posible generar una filosofía de corte realista, esto es, como ya se dijo, una filosofía que asume la existencia de un mundo que, aparte de plural, es independiente por completo de que lo conozcamos o no. Este punto de vista está implícito en su importante libro, The Principles of Mathematics (1903). En él, Russell establece por primera vez de manera sistemática la reducción de las matemáticas a la lógica, sólo que para poder efectuar dicha reducción requería de una teoría de la proposición. En efecto, el filósofo de las matemáticas tenía que ofrecer en primer lugar una caracterización de lo que son las proposiciones matemáticas y para ello era indispensable una teoría general de la proposición.

El rechazo de Russell de cualquier cosa que pudiera siquiera asemejarse al idealismo subjetivista lo llevó a desarrollar una teoría de la proposición que permitiera dar cuenta del contacto directo que el sentido común indica que se da entre los objetos del mundo y el sujeto cognoscente. De ahí que las proposiciones russellianas no sean, como en otros casos, intermediarios entre sujeto y realidad. La proposición russelliana no es una tercera entidad, es decir, una entidad que representa algún sector de la realidad. Al contrario, la proposición russelliana, que es lo que se piensa, está conformada por aquellos objetos que son mencionados en la misma. Así la proposición:

El Everest está cubierto de nieve
versa no sobre el concepto “Everest”, sino sobre la montaña misma Everest. El Everest es, pues, un componente de la proposición. Las proposiciones russellianas tienen como componentes lo que Russell denominó ‘términos’ y ‘conceptos’ (su uso de esta terminología es sui generis). Los nombres que aparecen en las oraciones corresponden a los términos en la proposición, en tanto que los adjetivos y verbos de las oraciones corresponden a los conceptos. El término es aquello de lo que se dice o predica algo, mientras que el concepto es aquello que se predica del término, o de los términos, según el caso. Así, en la teoría de The Principles of Mathematics, todo aquello de lo que se hable es un término y, si no tiene existencia, por lo menos tiene ser:

Ser es aquello que pertenece a todo término concebible, a todo posible objeto de pensamiento – en breve, a todo lo que posiblemente pueda ocurrir en una proposición, verdadero o falso, y a las mismas proposiciones también. El ser pertenece a todo lo que puede ser contado como uno, es claro que A es algo y, por lo tanto, que A es. ‘A no es’ debe ser siempre falso o asignificativo. Pues si A no fuera nada, no podría decirse que no es: ‘A no es’ implica que hay un término A cuyo ser es negado y, por ende, que A es. Así, a menos que ‘A no es’ sea un sonido vacío, debe ser falso – sea lo que sea A, ciertamente es. Números, los dioses homéricos, relaciones, quimeras y espacios tetra-dimensionales, todos tienen ser, pues si no fueran entidades de ningún tipo no podríamos generar proposiciones sobre las mismas. Así, el ser es un atributo general de todo, y mencionar algo es mostrar que es. [1]

No estará de más notar que el pasaje recién citado contiene un argumento cuya finalidad es hacer explícito un compromiso ontológico con todo término, sea el que sea (es decir, básicamente, una necesidad teórica de postular la entidad). Por ello, se ha calificado dicho argumento de Russell como un “argumento meinongiano”. Lo que esto significa es que se ha visto en Russell a alguien que admite no sólo objetos irreales sino hasta objetos cuya existencia es imposible (objetos imposibles). No obstante, esto es debatible. El dispositivo que Russell emplea en The Principles of Mathematics para no admitir objetos imposibles (u objetos como la montaña dorada) es el de concepto denotativo.
Un concepto denotativo es una expresión cuya finalidad es denotar algo. Sin embargo, es claro que un concepto denotativo puede no denotar nada. Russell se siente forzado a introducir la idea de concepto denotativo, a pesar de su renuencia a aceptar algo que medie entre sujeto y mundo, para evitar el problema de los objetos imposibles y que pueda después objetarse que un sujeto debe poder estar relacionado directamente con entidades infinitas, como cuando se habla de ‘todos los números naturales’. Así, pues, un concepto denotativo permite dar cuenta de expresiones en las que se emplean palabras lógicas, como algún, todos y ‘el tal y tal’, y eso a su vez permite explicar cómo una expresión como ‘el cuadrado redondo no es’ puede ser significativa y verdadera.
Independientemente de lo laudable del esfuerzo, es claro que Russell no logra eludir todas las dificultades que su teoría plantea. Por ejemplo, resulta de todos modos imposible no aceptar objetos prima facie irreales, como Hamlet, y por otro lado el sentido de una proposición, que es una unidad completa en sí misma, se pierde al considerar sus partes. Esto tiene la desagradable consecuencia de que entonces tanto las proposiciones verdaderas como las falsas tienen ser y la verdad y la falsedad serían propiedades de ellas mismas y no algo que brote de su vinculación con la realidad.

[1]Russell, Bertrand. The Principles of Mathematics. Norton. 1996. p. 449.


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Daniel Dennett, filósofo de la universidad de Tufts mundialmente reconocido por sus aportaciones a las ciencias cognitivas, la filosofía de la mente y la filosofía de la biología, señala correctamente que: “no hay tal cosa como ciencia libre de filosofía, sólo ciencia cuyo bagaje filosófico se acepta gratuitamente sin examinársele”. Es claro, como comenta él en su libro Darwin’s Dangerous Idea (La peligrosa idea de Darwin), que el rechazo a la teoría de la evolución hoy en día, por aquellos que se hacen llamar creacionistas e inclusive otros escépticos, se debe antes que nada a los prejuicios filosóficos de los mismos. Para darnos cuenta de ello sólo basta tomar en cuenta un ejemplo sencillo:

Es verdad que hoy en día los niños de escuela aprenden los hechos de la astronomía sin demasiado problema, entre estos que la Tierra gira alrededor del Sol y no se encuentra al centro del universo. Sin embargo no es verdad que todos los niños aprendan los hechos biológicos, en gran medida, por la intervención de padres e inclusive profesores abiertamente enemigos a la teoría de la evolución. Pero ¿por qué es esto así? Alguien podría considerar tan dañino el que tengamos certeza sobre la posición ordinaria de la Tierra respecto a otros cuerpos celestes, como el hecho de que todos los seres vivos del planeta tenemos ancestros en común y que las especies actuales evolucionan de acuerdo a la selección natural. En ambos casos el conocimiento de la persona promedio no va más allá de memorizar algunos datos, ya sea de astronomía o de biología. Pese a ello, es la animosidad contra la evolución la que sobrevive hoy en día.
Una hipótesis plausible sobre el porqué la diferencia en actitudes es que la evolución mediante selección natural es incompatible con varios prejuicios filosóficos aceptados tácitamente por la mayoría de los seres humanos en el planeta. La idea de un Dios, creador y arquitecto del mundo, resulta más intuitiva a la raza humana que la compleja teoría científica de Darwin que todos creen entender, pero pocos entienden realmente.

(1) Nuestros Prejuicios
Todo reloj es producto de un relojero. Todo automóvil tiene un diseñador. Ahí donde vemos complejidad: casas, templos, tecnología, etc., esperamos diseño. Luego, tendemos a pensar: el orden manifiesto en el universo; las leyes naturales; la existencia de actitudes morales y la complejidad del cerebro, hechos así no pueden ser el producto de un proceso sin inteligencia que incorpore elementos aleatorios, como lo señala la teoría de Darwin.
Por otro lado solemos pensar que lo complejo no puede emerger de lo simple. Así, ¿Cómo explicar la génesis de la mente, un elemento activo, guiador, consciente y sofisticado, de algo tan crudo como la materia? El orden de producción, para muchos, debe ser al revés, es decir, lo complejo produce lo simple: Dios con su infinito poder e inteligencia diseñó el mundo, creó materia y mente y es el arquitecto de los cielos y la tierra. En esta concepción las especies animales fueron creadas fijas e inmutables como clases naturales. Como diría el niño predicador, cuyo video muchos han observado en Youtube: “el mono y la mona producen monitos, hasta hoy”.

(2) La Explicación
La teoría de la evolución en su estado actual es enormemente compleja y aquí sólo podemos dar un esbozo y una brevísima respuesta a dos típicos argumentos creacionistas. La teoría consiste en suponer la evolución, esto es, que los organismos a lo largo de eones, cambian, y la selección natural, es decir, el proceso mediante el cual cambian. La idea es que aquellos organismos que, dadas sus características, están mejor adaptados a su medio, sobreviven y tienen descendencia y aquellos cuyas características no les permiten adaptarse se extinguen. La manera en que los organismos cambian es mediante la mutación, un proceso esencialmente aleatorio. Una manera en que puede ocurrir es en virtud de algún error, por ejemplo, una enzima ensambladora del ADN provoca una alteración en el mismo. Otra hipótesis sobre cómo puede ocurrir es que alguna partícula, por ejemplo un neutrino, al atravesar un organismo, provoque alguna alteración en su ADN. Estos son los componentes esenciales de la teoría de la evolución y en conjunción puede decirse que en gran medida son los que, dado el medio y las circunstancias físicas, geológicas, etcétera, han dado lugar a la variedad de organismos en la Tierra.
¿El mono y la mona producen monitos? Sí, en un sentido. No hay diferencias cruciales entre padres e hijos más allá de graves malformaciones genéticas. Pero no es necesario para la teoría de Darwin el suponer que una especie evoluciona dando lugar a otra especie como si hubiera una transición clara entre la primera y la segunda.
El proceso puede comprenderse de manera más clara teniendo en mente las preguntas que conducen a las así llamadas paradojas sorites: ¿Cuántos granos de arena forman un monte de arena? ¿Cuántos cabellos debe tener un hombre para ser considerado calvo? Es obvio, respecto a estas preguntas, que hay casos donde algo claramente es un montón de arena (o un calvo) y casos donde no lo es. Una solución plausible es que el enigma surge por una cuestión de nomenclatura. En nuestro concepto de calvo, o de montón de arena, hay ambigüedades de aplicación de manera que hay casos donde no sabemos si decir de ellos que aplica nuestra nomenclatura o no. Así, que algo sea un chimpancé o un orangután es algo que tiene bastante laxitud, podríamos aceptar que algo es un chimpancé hasta cierto grado donde comencemos a ver enormes diferencias. Así, habrá animales de los que digamos que definitivamente son chimpancés o no lo son, pero habrá otros para los cuales no podamos responder definitivamente que lo son o no lo son. El punto es que no hay un hecho que determine esos casos, en el sentido de cómo nombrarlos, pero claramente hay hechos que determinan las diferencias objetivas en un árbol genealógico de diferentes especies. La evolución es un proceso gradual, y la noción de clase natural, si bien es útil para referirnos a ciertas especies, no captura la forma en que los organismos se desarrollan. Estos cambian gradualmente a lo largo de mucho tiempo.
¿Es verdad que un mono con una máquina de escribir jamás podría producir un soneto de Shakespeare? No es verdad si concedemos ciertas condiciones. Esta pregunta puede considerarse como análoga a un típico argumento creacionista: no podría emerger algo complejo a partir de lo simple y un proceso aleatorio como la mutación. Hay que tomar en cuenta no sólo que la selección natural actúa sobre los organismos gradualmente, como ya vimos, a lo largo de enormes periodos de tiempo sino también el hecho de que los organismos que desarrollan ciertas características útiles relativo al proceso de selección natural, las preservan. Es esto lo que permite la eventual complejidad. Es obvio que el protozoario no es el ancestro inmediato del hombre (Homo Sapiens). Es un ancestro el cual, a lo largo de eones, tuvo una descendencia de lo más variada, descendencia que preservaba ciertas características, y entre todos los árboles genealógicos de este ancestro unicelular, una de las ramas resulta estar poblada por seres cuyas características, a lo largo de generaciones, son más y más similares a las nuestras. La respuesta concreta respecto al mono con la máquina de escribir es que, si cada vez que el mono hace un progreso hacia un soneto de Shakespeare, letra por letra, éstas se guardan (la información se preserva) y las letras incorrectas no se guardan, entonces dado suficiente tiempo, un mono (de una vida enormemente larga), escribiendo letras aleatorias, podrá escribir un soneto de Shakespeare.
En conclusión, podemos decir que la mayoría de los argumentos creacionistas están basados en prejuicios respecto a cómo deben ser las cosas y confusiones respecto a lo que dice la teoría de la evolución. Con las aclaraciones en mente es sencillo mostrar las falacias y confusiones del creacionismo. La teoría de la evolución, como cualquier conocimiento científico, es susceptible de revisiones y modificaciones en el cuerpo de sus afirmaciones, y asimismo, se encuentra en un constante estado de crítica, evaluación y expansión de sus afirmaciones. Sin embargo sus fundamentos son tan sólidos como el dato astronómico de que la Tierra es el tercer planeta más lejano al Sol. Es lamentable que en el 150 aniversario de la publicación de The Origin of Species aun haya fanáticos empeñados en desechar la teoría por sus propias incomprensiones.


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A continuación voy a comenzar una serie de posts que tiene el objetivo de familiarizar al lector con la filosofía de Bertrand Russell. Mi objetivo es eventualmente profundizar en su pensamiento, más allá de generar una serie de entradas introductorias, sin embargo tenemos que comenzar por algo.

I) Aspectos generales. Vida e Ideología

Bertrand Arthur William Russell nació el 18 de mayo de 1872, en Ravenscroft, Monmouthshire en el Reino Unido y falleció el 2 de febrero de 1970. Su extensa vida transcurrió durante un periodo de intensas transformaciones socio-políticas, culturales, científicas y tecnológicas. La faceta personal de la vida de Russell fue casi tan compleja como la intelectual. Russell estuvo casado cuatro veces. Sus esposas fueron Alys Pearsall Smith, Dora Black, Patricia Spence y Edith Finch. Tuvo tres hijos John y Kate con Dora Black y Conrad, con Peter Spence. Pasó tiempo considerable en diversos países, en particular en los Estados Unidos y en China. Russell perteneció siempre a la élite intelectual inglesa y entró en contacto con muchos políticos, escritores, científicos y filósofos importantes. A guisa de ejemplo, mencionemos tan sólo a A. N. Whitehead, J. M. Keynes, G. E. Moore, V. I. Lenin, T. S. Elliot, D. H. Lawrence, Joseph Conrad, Albert Einstein, Wolfgang Pauli y, desde luego, Ludwig Wittgenstein. Russell vivió activamente los grandes procesos sociales del siglo XX: la Guerra de los Boers, las dos guerras mundiales y todas las luchas de emancipación y en favor de los derechos civiles y humanos; desempeñó un papel político importante en varios momentos de su vida. Su oposición pacifista durante la Primera Guerra Mundial lo llevó a pasar un año en prisión, período durante el cual escribió su muy útil libro Una Introducción a la Filosofía Matemática. Por defender puntos de vista liberales y de vanguardia en relación con el matrimonio y la sexualidad fue excluido de la cátedra de filosofía que le había sido conferida por la universidad de Nueva York. Fue a prisión un par de semanas nuevamente en los años sesenta por su oposición a la proliferación de armas nucleares y a la guerra norteamericana en Vietnam. Tuvo una participación pública destacada durante la crisis de los misiles en Cuba, en 1962.

La felicidad y la justicia humanas fueron siempre temas importantes en el pensamiento y el sentir de Russell. Dedicó grandes esfuerzos a defender causas valiosas y a impulsar reformas socio-políticas y educativas mediante el argumento, la ironía y el sarcasmo, tanto en libros y artículos como en discursos, entrevistas, mítines, etc. No era un pacifista a ultranza, sino más bien alguien que consideraba que había tanto guerras injustas como justas. En general fue siempre un liberal al estilo de su padrino, John Stuart Mill, aunque sentía también una gran simpatía por posiciones socialistas y anarquistas. En el terreno del pensamiento político, su aportación más importante probablemente sea su magnífico libro Principles of Social Reconstruction, en el cual combina una doctrina de la acción humana con una teoría de las instituciones, siendo uno de sus objetivos mostrar que la vida humana puede ser encauzada a través de impulsos y deseos creativos antes que por los posesivos y destructivos. Su teoría incorpora también importantes puntos de vista sobre la educación y la religión.

II) Motivaciones Filosóficas de Russell

El estudio cuidadoso de la filosofía de Russell permite detectar ciertos rasgos a la vez recurrentes y distintivos. Uno de ellos, el más predominante quizá, es su intento de justificación del conocimiento humano. Russell estaba interesado en determinar no tanto cuánto conocemos, sino más bien qué conocemos y cómo conocemos. O sea, lo que él buscaba era dar razones para pensar que efectivamente el mundo es cognoscible sobre la base de la experiencia y los datos de la conciencia. Un tema crucial para él era la vinculación entre el conocimiento abstracto de la realidad proporcionado por la ciencia y la experiencia sensorial, de la cual supuestamente partimos. Este tema se plantea en sus escritos una y otra vez, a lo largo de cinco décadas. A este respecto, el propio Russell nos da la clave para entender sus motivaciones filosóficas en la introducción de su autobiografía intelectual:

La evolución de mi pensamiento filosófico puede dividirse en varias fases, según los problemas que me han preocupado y según los hombres cuya obra ha ejercido alguna influencia sobre mí. Sólo una preocupación constante ha habido en ella: desde el principio al fin, siempre estuve ansioso por descubrir cuánto puede decirse que conocemos, y con qué grado de certeza o de duda.[1]
Como él mismo lo reconoce [2], su plan filosófico original no tuvo el éxito que había imaginado cuando inicio su gran vuelo filosófico. El trayecto filosófico de Russell, como el de muchos otros grandes filósofos, es una especie de viaje intelectual que lo llevó desde los fundamentos de las matemáticas y la epistemología hasta la filosofía del lenguaje y la metafísica. Human Knowledge (1948), esto es, su último gran libro de filosofía, es un intento por explicar qué se tiene que suponer para poder explicar el conocimiento científico.

III) Rechazo del Idealismo

En la época en que Russell estudió en Cambridge, esto es, finales del siglo XIX, la filosofía predominante en Inglaterra era el Idealismo Absoluto. Entre los representantes más importantes de esta corriente encontramos a T. H. Green, J. McTaggart y F. H. Bradley. En la visión idealista de la verdad se le daba primacía a la coherencia sobre la correspondencia. La inteligibilidad y la racionalidad del mundo constituían, para los idealistas, el punto de partida a toda explicación filosófica. Los idealistas gustaban de negar la realidad de toda clase de cosas consideradas aisladamente: del tiempo, de las relaciones, de la multiplicidad, de la verdad y la falsedad como correspondientes con hechos y como absolutas, etc. Es contra esta concepción del mundo que Russell, siguiendo a Moore, se rebelaría en primer término. Para Russell, los idealistas eran ante todo ‘subjetivistas’, lo cual para él significaba entre otras cosas la idea de que no se puede tener un contacto no mediado con el mundo, i.e., que no se puede conocer el mundo tal como éste realmente es, sino sólo que podemos representárnoslo, para lo cual es indispensable el aparato cognitivo humano. Frente al idealismo absoluto, Russell adoptó en primer lugar una posición empirista y atomista.
Fueron varios los elementos que le permitieron a Russell vislumbrar una salida a los enredos del idealismo neo-hegeliano. En primer lugar, habría que mencionar su estudio de los trabajos de los grandes matemáticos de su época, es decir, de gente como Georg Cantor, Richard Dedekind y Karl Weierstrass. Los avances de matemáticos y de lógicos hacían ver que empleando exclusivamente herramientas matemáticas era factible resolver toda una serie de problemas, conocidas como antinomias en los fundamentos de las matemáticas. Otro elemento decisivo en su cruzada anti-idealista fue su rechazo de lo que él denominó el ‘axioma de las relaciones internas’. Este principio es filosóficamente fundamental y básicamente sostiene que las relaciones de los objetos son esenciales a ellos, es decir, que las cosas no serían lo que son si no tuvieran o mantuvieran exactamente las mismas relaciones que de hecho mantienen con otros objetos. Este axioma era central al idealismo y es de consecuencias lógicas cruciales, pues de uno u otro modo implica el monismo metafísico, i.e., la tesis de que no hay más que una única sustancia, a saber, el mundo como un todo. Russell rechaza dicho “axioma” mostrando que las así llamadas ‘relaciones asimétricas’, son irreducibles a propiedades de sus relata. Esta línea de argumentación le permite a Russell asumir un punto de vista no monista, esto es, un pluralismo, el cual incorpora la tesis de que el mundo está poblado por una multiplicidad de sustancias independientes y auto-subsistentes. Hay que señalar, asimismo, que su enfoque filosófico se modificó drásticamente después de su asistencia al congreso de filosofía de París en 1900. Al observar que la nueva lógica simbólica de Peano constituía una oportunidad de extender el análisis de los fundamentos de las matemáticas a otras ramas de la filosofía, Russell se convirtió en un partidario del análisis como método filosófico. Su pluralismo y su fidelidad al análisis caracterizarían su enfoque y su método filosófico hasta el fin de sus días.

[1]
Russell, Bertrand. La Evolución de mi Pensamiento Filosófico. Alianza. Madrid. 1960. pag 1.


[2]
“… que todo el conocimiento humano es incierto, inexacto y parcial. A esta doctrina no hemos encontrado limitación alguna.” La última línea de su último gran libro filosófico Human Knowledge: Its Scope and Limits.


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Pensar en el papel del filósofo en la sociedad es un tema complejo y al que pocos filósofos (fuera del sector de la filosofía política) se meten. En este post haré una pequeña contribución al debate, notando tres grandes “esqueletos” de teorías que podemos distinguir en varios filósofos; después veremos un poco más sobre la postura que parece ser la menos radical y que es la que yo acepto.

Hay gente que opina que un filósofo es algo parecido a un matemático o un físico puro: alguien que, simplemente, se dedica a discutir y proponer teorías que expliquen cosas muy abstractas; tan abstractas que sólo accesa a ellas quien tiene acceso a los journals especializados y a los posgrados de los departamentos de filosofía. Como tal, un filósofo no está ni más ni menos calificado para influir en la sociedad de lo que un matemático o un físico lo está. Ser filósofo no te hace más o mejor ciudadano, ni más importante, ni con mayor potencial, ni nada. Claro que tampoco te hace peor; eres simplemente otro ciudadano normal con afición a cosas abstractas y ya. En esta postura, tenemos que sustentar a la filosofía por la misma razón que sustentamos a las matemáticas o a la física pura: primera, por que el conocimiento vale por sí mismo; segunda (si no te convenció la primera), porque nunca sabremos cuándo le encontraremos aplicación a lo que el filósofo hace, así como nunca sabemos cuándo encontraremos aplicación a lo que hace el matemático puro o cuándo podremos hacer un experimento con lo que hace el físico teórico; tercera, porque la filosofía tiene un potencial formativo en el ejercicio de la facultad de crítica racional, facultad que vale tanto (al menos por la amplia gama de problemáticas a la que puede abocarse) que, por ello, debe ser promovida.
Otra postura está del lado radicalmente opuesto a la primera y dice lo siguiente: un filósofo es un ente social distinguido, una sociedad está esencialmente comprometida con la filosofía dominante y por ello el filósofo es alguien a quien debemos considerar de una enorme importancia. (Platón llegó a defender que el Estado debe ser gobernado por un rey filósofo, y no pocos filósofos vieron –o ven– en la filosofía un dispositivo teórico capaz de modificar profundamente a la sociedad.) Variando la postura, nos encontraremos que un filósofo debe formar parte de una especie de “vanguardia intelectual” o, al menos, tener un compromiso esencial en el desarrollo político e ideológico de su sociedad.
Una postura que parece intermedia (y que es la que yo acepto) es que, por un lado, la filosofía sí tiene este aspecto “puro” (como las matemáticas y la física), pero también tiene un aspecto “aplicado” (como las matemáticas y la física), y es este aspecto aplicado el que nos importa para asuntos como el sentido de la vida, la organización social y el amor. Ahora diré más sobre esta posición.
El aspecto aplicado de la filosofía depende del puro en un sentido; mientras que el aspecto puro depende del aplicado en otro.
La “filosofía pura”, si quisiéramos meter en un cajón terminológico a los estudios más abstractos en los campos de, por ejemplo, la metafísica, la epistemología, la ética o la lógica filosófica, parece fundamentar a la filosofía aplicada en el siguiente sentido. Al hacernos la típica pregunta filosófica sobre si la vida tiene un sentido determinado, por ejemplo, no podremos responderla sin presuponer una cierta ontología (entendida como un listado de las categorías más generales en que se colocan las entidades de nuestro mundo), una cierta epistemología (entendida como un listado de las condiciones en que podemos conocer los objetos de nuestra ontología) o una cierta lógica (entendida como un listado de los principios que debemos seguir en el razonamiento sobre esos objetos que ya conocemos). Y seguramente tampoco podremos prescindir de otros muchos aspectos teóricos. De cualquier manera, todos esos aspectos teóricos (de ontología, de epistemología... etcétera) son ardientemente debatidos por los especialistas de los respectivos campos. De esta manera, parece que la filosofía “pura” está oculta, pero presente, al discutir los problemas más inmediatos desde un punto de vista filosófico.
Esto, por supuesto, no implica que no podamos filosofar sobre el amor o la muerte, o sobre la organización política de nuestra sociedad, sin antes haber hecho un enorme recorrido por los campos más abstractos de la filosofía. (Si fuera así, y dada la tenacidad y la creatividad argumentativa de los filósofos, mucha gente se moriría antes de iniciar una investigación filosófica sobre cualquier tema.) Claramente, hay estudios filosóficos sobre temas como el amor y la muerte, y estudios muy valiosos.
Este aspecto “aplicado” de la filosofía también fundamenta al aspecto “puro” en otro sentido. No son pocos los casos en que resultados de investigaciones filosóficas recientes (tomando en cuenta que llevamos al menos 2,500 años investigando los densos problemas de la metafísica, por ejemplo), como la investigación filosófica sobre la tecnología o el arte conceptual, pueden abrir nuevas opciones teóricas en las investigaciones más abstractas. Por ejemplo, una teoría filosófica de la organización social hoy no puede proponerse ignorando sin más ni más la manera en que la tecnología afecta a nuestra cultura; mientras que una teoría estética que intente definir lo que es arte, sería inservible si ignorara a las artes no-representacionales. Por supuesto, ésto no necesariamente implica que, por ejemplo, la estética de Kant no tenga una aplicación natural al caso de las artes no-representacionales. Ésto sólo implica que no es trivial preguntarse si la teoría kantiana aún se sostiene ante el surgimiento de las nuevas artes. Y si pudiéramos extender la teoría kantiana de tal manera, ¿qué clase de compromisos teóricos con una cierta ontología deberíamos aceptar?
Así, los intentos por aplicar la filosofía al estudio de los problemas más comunes también pueden ofrecernos nuevas preguntas, de manera “filtrada”, en los campos más abstractos. Además, son éstos cuestionamientos los que suelen ser puerta de entrada a la filosofía: poca gente se inicia en la filosofía debido al interés en un problemita técnico –como el de si un objeto tetradimensional posee esencialmente una duración determinada–; mientras que muchos nos iniciamos por preguntas fundamentales y, podemos decir, inmediatas (¿Qué es el arte? ¿Cómo puede algo cambiar y permanecer el mismo? ¿Cómo debo vivir? ¿Qué es objetivo y qué es relativo? ¿Puede la ciencia explicarnos el mundo de una manera definitiva?) Y si son éstas preguntas las puertas de entrada a la filosofía, porque son preguntas acuciantes que algunos investigamos aún si nos llevan a caminos insospechados y desérticos –por lo solemne de la teoría que requieren para ser tratados–, entonces, a final de cuentas, muchos estamos haciendo filosofía “pura” porque llegamos a ella buscando respuestas a algún problema acuciante.
En este sentido, la filosofía “aplicada” fundamenta a la “pura”: justifica el valor de la filosofía pura, pues hacer una investigación sobre preguntas acuciantes suele llevarnos a hacer investigación sobre preguntas más abstractas.
Y es este aspecto aplicado el valor social más directo de la filosofía, como podemos notar al hojear libros de administración, de autoayuda, de ética en varios campos (médica, ambiental, social, jurídica…), y manuales de muchas disciplinas científicas (muchos suelen presuponer visiones de filosofía de la ciencia: no es difícil encontrarse, por ejemplo, con matemáticos diciendo que hubo un “cambio de paradigma”, esa famosa noción kuhniana, entre el Cálculo leibniziano y el fundamentado en el método de Dedekind y Weirstrass).
Lo curioso es que ese valor no se suele notar a menos que un filósofo apunte a ello: cualquier filósofo que se respete podrá identificar miles de posturas filosóficas (que en el ambiente académico de la filosofía “pura” son discutidas) en discursos políticos, programas sociales del gobierno, actividades de difusión de la ciencia, normatividades, creaciones artísticas y reflexiones de los artistas sobre ello, debates religiosos, debates en todo sentido… etcétera.
¿Por qué se necesita que un filósofo apunte a las teorías filosóficas de fondo, para que uno pueda notarlo? El filósofo está tan encerrado en la cuestión pura que pocas veces conversa (como diría Rorty) con otros sectores en los que, indirectamente, sus teorías están influyendo.
Eso por un lado. Por el otro (como puede ser argumentado), estamos políticamente comprometidos al aceptar vivir en un sistema político como en el que vivimos. Esto, aunado a las características intrínsecas del estudio de la filosofía, parecería que lleva a pensar que un filósofo debería comprometerse más en política. Pero muchos filósofos no se comprometen con la política de manera abierta, y la razón de ello no es, me parece, intrínseca a la filosofía, sino a la personalidad de una generalidad de filósofos: les suele divertir más el puzzle-solving, el resolver paradojas y rompecabezas, que el hundir las manos en el oscuro pozo de nuestra situación política actual.
En resumen: según mi postura, la utilidad social del filósofo es doble, pues hay filosofía pura y aplicada. Ambas tienen influencia social, aunque la filosofía pura de manera mucho más indirecta y por filtración. El problema es que pocas veces el filósofo se toma en serio esta necesidad de hacer clara su utilidad social, de ahí que hace mucho que ya no tenemos claro para qué sirve en la sociedad seguir alimentando a los filósofos.


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...Al momento de comenzar a escribir esto, me di cuenta de que había derramado el café sobre el teclado de mi computadora. Así que, después de notar que había quedado inutilizado, me dispuse a cambiarlo por un teclado nuevo. Pero hace meses que también me vi obligado a cambiar el disco duro por uno nuevo, pues el viejo había quedado lleno. De hecho, poco después de comprar mi computadora, cambié su unidad DVD por una Blue-Ray. Ayer que llevé mi laptop con el técnico y él le cambió el teclado, me pregunté lo siguiente: después del cambio de la unidad DVD por una Blue-Ray, después del cambio de disco duro por uno nuevo y después del cambio del teclado por uno nuevo, ¿Cuántos otros cambios podría hacer sin verme orillado a decir que tengo una computadora diferente de la que compré?

Es un hecho ordinario que las cosas cambian. Por ejemplo, sabemos que obras arquitéctonicas del pasado han sido restauradas una y otra vez. Claro que han permanecido –al menos la mayoría de ellas– en el lugar donde fueron construidas, pero también es cierto que un enorme número de sus piezas ha sido intercambiado por piezas nuevas. Y podemos imaginar que en el futuro otro enorme número de ellas será así intercambiado. De hecho, parece que nada nos impide imaginar que todas las piezas originales sean cambiadas por piezas nuevas –piedra por piedra, mosaico por mosaico, tabla por tabla.
La pregunta que nos invita a la perplejidad es la siguiente: ¿Cuántas piedras (mosaicos, tablas...) podemos cambiar antes de decir que nos encontramos ante un objeto distinto al original? ¿Cuál es el límite que no debemos cruzar al cambiar un objeto, antes de encontrarnos con otro objeto?
De hecho, podemos dar un caso general, que abstrae las características comunes de los ejemplos de la computadora y los monumentos –las características comunes que nos importan si lo que queremos hacer es una investigación filosófica sobre el cambio. Supongamos entonces que un objeto cualquiera, sea O, consiste de un número n de piezas. Supongamos que en un momento, llamémoslo t1, le quitamos una pieza P1 a O, la que sustituimos por una pieza P1'. Imaginemos que en un momento posterior, t2, le quitamos a O otra pieza, P2, que sustituimos por la pieza P2'. Así que podemos preguntarnos qué pasará en el momento tn, cuando le hayamos quitado a O todas sus piezas originales para sustituirlas por otras n piezas diferentes: ¿Seguiremos teniendo enfrente de nosotros al mismo O original, o a otro objeto completamente distinto, O*? Muchos nos sentiremos tentados a decir que tendremos a otro objeto distinto. Pero también es difícil decir cuál número m, menor a n, es tal que: al intercambiar exactamente m piezas de O, tenemos otro objeto completamente distinto a O. Es decir, es difícil decir cuál es el número que marca el límite entre O y otro objeto distinto.
No sólo tenemos este problema. Imaginemos que un ingeniero amigo mío está armando su propia computadora, y acepta gustosamente las antiguas piezas de la mía. Las repara y, con ellas, arma su computadora. Así que tiene una computadora con el antiguo teclado, la unidad DVD y el disco duro de la mía. Después de unos meses, también le regalo la memoria RAM y hasta la tarjeta madre. Yo, por mi lado, compro una nueva memoria RAM y una nueva tarjeta madre. Después de varios meses –quizá hasta un par de años–, le he regalado ya todas las piezas de mi computadora original, piezas que yo, por supuesto, he sustituido por nuevas.
La pregunta ahora es: ¿Cuál, si es que alguna de las dos, es la computadora que compré originalmente: la que yo tengo o la que tiene mi amigo?
El caso general es el siguiente: supongamos que un objeto O tiene n piezas en un momento t0. En un momento t1, le quitamos una pieza P1, que sustituimos por una pieza P1'. Además, tenemos otro objeto, Q. En t2, le agregamos P1 (la pieza original de O) a Q. Y así hasta que, en tm, todas las piezas originales de O le han sido colocadas a Q; y cada pieza original de O (cada Pi) ha sido sustituida por otra pieza Pi'. La pregunta, entonces, es: en tm, ¿Es O, Q, o ninguno de los dos, el objeto original que teníamos en t0?
El problema de cuánto podemos cambiar un objeto antes de encontrarnos con un objeto distinto es un antiguo problema filosófico. Thomas Hobbes lo presentó en su tratado De Corpore (Hobbes 1655) con un ejemplo que remitía a la antigüedad: el famoso ejemplo de la barca de Teseo. Supongamos que la barca de Teseo consistía en tres grandes piezas, que llamaremos, respectivamente, A, B y C. Supongamos que, por otro lado, tenemos otras tres grandes piezas (D, E y F). Y luego imaginemos que sustituimos A por D, B por E y C por F. Así que donde teníamos la barca de Teseo habrá un objeto constituido por D, E y F. Llamemos a este objeto, sin prejuzgar por el momento si es o no el objeto original, barco uno. Imaginemos entonces que con las piezas originales de la barca de Teseo construimos otro barco, barco dos, que entonces llega a estar constituido de A, B y C. Preguntamos entonces cuál, si es que alguno, entre barco uno y barco dos es la mismísima barca de Teseo. Por extraño que parezca, cualquiera de las cuatro respuestas posibles (barco uno = barca de Teseo; barco dos = barca de Teseo; ninguno es la barca de Teseo; ambos barco uno y barco dos son, en algún sentido, la misma barca de Teseo) puede fundamentarse en una teoría filosófica sobre el cambio y la identidad –teoría que puede ser, por supuesto, discutida y argumentada.
Por el momento dejaremos pendiente la cuestión sobre qué tipo de teoría filosófica aceptaríamos al responder de una u otra manera al problema del cambio a través del tiempo. Retomaremos el problema del cambio en otros posts. Mientras tanto, en ésta series de posts revisaremos una problemática sugerida que surge, por así decir, en otra dimensión –una dimensión donde no necesariamente hablamos del tiempo, sino de circunstancias posibles y de diferentes propiedades de los objetos en ellas.


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Traigo puesta una camisa azul, pero pude haber traído una camisa roja. Me llamo Moisés, pero pude haberme llamado David. Me apasiona la filosofía, pero pudo haberme apasionado la paleontología. Hay toda una gama de propiedades que poseo en virtud de cómo podría haber sido pero no soy. Lo mismo puedo decir del mundo. El mundo es un lugar lleno de guerras, crimen, miseria, corrupción, imbecilidad, desastres naturales, etc. Pero pudo haber sido un lugar que no tuviera ninguna de esas características. Esto ya suena un tanto extremo, ¿qué sería que el mundo hubiera sido así en lugar de cómo es? ¿Cómo puedo hacer ese tipo de afirmaciones?

Pensemos un segundo en el mundo. Sabemos que el reinado de Napoleón I a principios del siglo XIX estuvo repleto de guerras entre Francia y las otras potencias del continente europeo, pero la posición de Napoleón antes de alcanzar el consulado siempre fue precaria. Dependía de los favores de Barras y de su capacidad para medir que tipo de propaganda sería más efectiva en avanzar su carrera. Pero, es seguro que Napoleón pudo haber cometido un error de juicio en el uso de propaganda, o que Barras pudo haberse hartado del joven oficial antes de ayudarle a obtener promociones. Más sencillo que esto, Napoleón pudo haber muerto en la infancia, las tasas de mortandad infantil eran mucho más altas en ese entonces. Pero sin Napoleón, muchas de las batallas que se lucharon o guerras que sacudieron el continente simplemente no se hubieran dado. Quizá se habrían dado otras, pero no exactamente esas. Ahora, para que se hubieran dado otras guerras se hubiera requerido que hubiera otros hombres ambiciosos, violentos, poderosos; dispuestos a juzgar que una guerra funcionaría en su beneficio (o el de su nación). Pero, podría haber sido que cada uno de estos hombres no hubiera sido lo suficientemente violento o ambicioso. Podría haber sido que cada uno de estos hombres siguiera principios éticos estrictos que le impidieran promover la guerra. Supongamos que alguna de estas cosas es verdadera para la totalidad de los hombres, si cualquier hombre al azar pudiera haber sido pacifista, parece que todos ellos podrían haber sido pacifistas. Pero ese es un escenario en donde el mundo no sería un lugar lleno de guerras o de crimen. Podemos imaginar escenarios en donde cualquier hombre al azar rechaza sobornos, se comporta en su vida personal siempre con rectitud. Que un hombre pueda actuar bien una vez lo concedemos, pero no es demasiado conceder que podría hacerlo dos veces, tres o inclusive toda vez que surgiera un conflicto moral en su vida personal. Un mundo así sería un mundo sin corrupción.
Ahora pensemos en casos donde la conducta de los hombres no es relevante, como los desastres naturales. Desastres naturales como los sismos ocurren en función de cómo está hecho el planeta y qué tipo de leyes obedece. Todo tipo de cosas juegan un rol en el hecho de que ocurran sismos: el movimiento de las placas tectónicas, la posición de las masas continentales, la densidad del manto, etc. Las investigaciones científicas nos han permitido comprender toda una gama de fenómenos. Disciplinas como la mecánica en última instancia pretenden explicar la distribución y comportamiento de la materia como una función del tiempo. Parece que el mundo está en buena medida compuesto de objetos materiales (si hay algo más es un tema controversial). Y las leyes últimas que explican la conducta de estos objetos son las leyes de la física. Pero si esto es así, entonces en última instancia la constitución del planeta y el tipo de leyes que obedece se dan en función de cuáles son las leyes de la física.
Pero ¿pudieron las leyes de la física haber sido diferentes? En primera instancia parece que sí. Pensemos por ejemplo en el sistema de Newton. En su sistema el universo consiste en un conjunto de partículas, espacio y tiempo. Sus tres leyes determinan la distribución de las partículas en el espacio a través del tiempo. Esta visión de la realidad ha sido suplantada por la visión que presenta la mecánica cuántica. Lo fundamental en la mecánica cuántica es la ecuación de Schrodinger, la cual predice también la distribución de la materia a través del tiempo. Los detalles de cada sistema son irrelevantes. Lo importante es enfatizar que tenemos buenas razones para pensar que la mecánica cuántica describe nuestro mundo mejor de lo que lo hace la mecánica clásica. Sin embargo, hace siglo y medio teníamos muy buenas razones para pensar que la mecánica clásica era verdadera de nuestro mundo. Si es imposible que las leyes de la física sean distintas de las que son, y las leyes del mundo son las de la mecánica cuántica, entonces es imposible que las leyes de la mecánica clásica hubieran sido verdaderas de nuestro mundo. Pero eso es muy extraño, pues hace siglo y medio teníamos excelentes razones para suponerlas verdaderas de nuestro mundo.
Parece que en muchos casos, cuando algo es imposible puede descartarse a priori, es decir, de forma independiente de la experiencia sensible (sin ir al mundo a hacer experimentos). Por ejemplo, podemos descartar a priori la posibilidad de un cuadrado (euclidiano) cuya área sea diferente del producto de sus lados. La razón es que sabemos que el área de un cuadrado es igual al producto de sus lados, por lo que decir que difieren es decir que un número (el valor del área) es diferente de sí mismo (el valor del producto de sus lados), pero es imposible que un objeto difiera de sí mismo, por lo tanto el área del cuadrado es igual al producto de sus lados. Un caso aun más sencillo es el típico del cuadrado redondo, sabemos que no hay cuadrados redondos, porque la propiedad de ser redondo es incompatible con la propiedad de ser cuadrado. No tenemos que ir al mundo a constatar que no hay tales quimeras, su inexistencia es tan evidente como la inexistencia del soltero-casado. Así, vemos que hay una multiplicidad de casos donde la posibilidad de algo puede descartarse a priori sí es imposible imaginar al objeto pues el intentarlo nos lleva a una contradicción.
Pero esto a lo sumo muestra que algunas cosas imposibles pueden descartarse a priori. Sin embargo, hemos visto que un buen método para saber si algo es imposible es derivar una contradicción de la suposición de su existencia. Pero claramente no podemos descartar así al sistema de Newton. Esto nos da razones para pensar que las leyes de la física pudieron haber sido diferentes. Si esto último es verdad, parece que pudo haber habido leyes de la física que fueran compatibles con la existencia de mundos habitados, pero no condujeran a desastres naturales como terremotos. Podemos al menos imaginar que hay planetas habitados en donde jamás se da ningún desastre natural. Esto constituye un tipo de evidencia de posibilidad.
Hasta ahora he venido dando ejemplos de diferentes maneras en que el mundo pudo haber sido diferente. En el primer párrafo de este escrito dije que: “El mundo es un lugar lleno de guerras, crimen, miseria, corrupción, imbecilidad, desastres naturales, etc. Pero pudo haber sido un lugar que no tuviera ninguna de esas características.” En lo que siguió del texto, intenté redimir esa afirmación, mostrando maneras intuitivas en que cada una de esas cosas podría haber sido diferente. Comenzando con el ejemplo de Napoleón, luego generalizando hacia la conducta de los hombres y llevando la discusión hasta las leyes de la física. El punto de los ejemplos ha sido el sugerir que en cada uno de esos casos, intuitivamente estaríamos dispuestos a conceder la posibilidad de que las cosas hubieran sido diferentes. Mostrar ese tipo de cosas en ocasiones requiere un poco de trabajo, y ésta es la forma estándar en que se puede argumentar a favor de alguna afirmación fuerte como la del inicio del post.
Hay, sin embargo, diferentes nociones de posibilidad (y su noción acompañante ‘necesidad’). Aquí hemos explorado, en la superficie apenas, la noción de posibilidad como no-contradicción lógica o conceptual. Sin embargo el tema es muy amplio y estaremos regresando a él ocasionalmente. Hace falta también que discutamos otro tema sumamente interesante y que apenas hemos rozado en este post.
Éste es el tema del ‘conocimiento’ de la posibilidad. Vimos que tanto la imaginación como la lógica juegan un rol importante en nuestros juicios de posibilidad, pero es sumamente controversial la discusión en torno al tipo de rol. Retomaremos ese problema más adelante.


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Según un lugar común, detrás de los lugares comunes se asoma conocimiento muy importante. Esto lo podemos explicar notando varios hechos: difundir el conocimiento de un cierto campo de investigación es, en parte, lograr que el público no especialista pueda comprender lo que en esa área se sabe y se discute. Para lograr que ese público pueda comprender las teorías y los debates con que sesudos investigadores de todo el mundo se enfrentan cada día, es necesario poder explicar esas teorías y debates en términos que no presupongan todo el conocimiento teórico, histórico, matemático, y circundante en general que esas teorías y debates presuponen.
Entre las ventajas de llevar el conocimiento fuera de las universidades, está el que una sociedad informada es una sociedad que tiende a decidir mejor; además de que una sociedad cuyos ciudadanos tienen una formación intelectual sana es una sociedad que tiende a producir y aplicar más conocimiento. La desventaja es que una teoría cuyo armazón “sólo apto para especialistas” le ha sido reducido al mínimo, es una teoría que corre el riesgo de ser mal entendida.

Tengo un ejemplo, que invita a la risa, relacionado con la teoría de la relatividad. Recuerdo haber escuchado a alguien decir que el gran Einstein había logrado algo inaudito: demostrar que todo es relativo. Esto, por supuesto, tiene algo de verdad, pero no en el sentido en que esa persona después quizo explicarme: en el sentido en que la simple ecuación “7+5=12” es “relativa a quien la juzgue” (¡lo cual implicaría que alguien en Zimbabwe podría obtener 15 al computar 7+5!).
Pensemos de nuevo en los lugares comunes: una hipótesis que podemos proponer es que, detrás de muchos de ellos, hay conocimiento que ha ido decantándose desde las altas esferas científicas e intelectuales hasta el vox populi. Como hemos visto, este tipo de decantación corre el riesgo de transformar ese conocimiento hasta hacerlo irreconocible para alguien con mayor formación científica e intelectual.
Así pues, los interesados en la difusión del conocimiento han de tener cuidado en lograr una representación simple, pero fidedigna, del conocimiento que intentan hacer más accesible. Y esta advertencia nos viene justa en la presentación de este sitio.
Cada día se hace más claro que nuestra cultura necesita la difusión del conocimiento filosófico. Este conocimiento invita a la reflexión y a la crítica razonada, además de tener la laudable consecuencia de evitar el estancamiento en la comodidad de los lugares comunes. Además, las personas que se entrenan en filosofía tienen un panorama más amplio de los problemas con los que se enfrentarán cada día: basta pensar que dos ramas fundamentales de la filosofía, la ética y la lógica, tienen infinitas aplicaciones para casi cualquier dilema cotidiano. A nadie le escandalizará leer, ahora, que justamente la búsqueda del bien y de la racionalidad es algo que la actualidad pide a gritos.
La Pluralidad de los Mundos (nombre inspirado por el libro del filósofo estadounidense David K. Lewis, On the Plurality of Worlds) es, justamente, un espacio que se propone hacer una modesta colaboración al proyecto de difundir el conocimiento filosófico en la cultura iberoamericana –y, quizá, hasta mundial.
Bertrand Russell (filósofo y lógico inglés de inicios del siglo XX) decía que la filosofía consistía en esto: empezar con algo tan común y trivial que nadie creyera digno de dudar, para terminar con algo tan paradójico que nadie creyera digno de creer. Aunque sólo el tiempo dirá cómo terminaremos, este sitio web comienza –tristemente– con algo tan extraño que muchos creemos que es digno de cambiar: la poca cultura filosófica que existe en los medios.
Bienvenidos.


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¿Qué es?

La Pluralidad de los Mundos es un proyecto de difusión de la filosofía. Somos un grupo de gente pensante que compartimos la creencia de que el conocimiento filosófico puede contribuir mucho a un sano desarrollo de la cultura pública, mientras que también sabemos que la filosofía no siempre es de fácil acceso. Creemos, en resumen, en la necesidad de difundir la filosofía. (Seguir leyendo»)

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Czesław Miłosz: "Exhortación"

Bello e invencible es el intelecto humano
ni rejas, ni alambre de púas, ni condenar los libros al despiece,
ni tampoco una sentencia de exilio pueden nada contra él.
Él establece en la palabra las ideas universales
y nos guía de la mano, escribimos entonces con mayúscula
Verdad y Justicia, y con minúscula, engaño y humillación,
él, por encima de lo que es, eleva lo que debiera ser,
enemigo de la desesperación, amigo de la esperanza.
Él no conoce judío ni negro, esclavo ni señor,
cediendo a nuestro gobierno el común patrimonio del mundo.
Él, de entre el impúdico estrépito de las palabras trituradas,
salva las frases austeras y dignas.
Él nos dice que todo es siempre nuevo bajo el sol,
y abre la mano yerta de lo que había sido.
Bella y muy joven es la Filosofía
y su aliada al servicio del Bien, la poesía
Apenas ayer la Naturaleza celebró su nacimiento,
lo anunciaron a los montes el unicornio y el eco.
Gloriosa será su alianza, ilimitado su tiempo.
Sus enemigos se condenaron a sí mismos a la destrucción.
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